lunes, 21 de febrero de 2011

EL COMENSAL

Al fin teníamos el regalo ansiado, caído, caído muy bajo.
Tan bajo caído que entre nosotros ha morado.

Simone Asperger

Cuando nos sentamos a la mesa sentimos una admonición ominosa y profunda. El comensal había llegado. Los murmullos surgían quedos y se esfumaban como pequeñas volutas de humo, vacíos e inasibles, repetían lo ya sabido. Por alguna misteriosa gracia (beautiful inconsistency) soy consciente del tiempo terreno, por eso podía asegurar que se había puesto tres veces el sol desde la llegada del comensal. Naturalmente nos estaba vedado verlo, y como sucede en estas situaciones, muchos juraban verlo pasear con gravidez en medio de las horas más confusas. Algunos más osados se apresuraban a decir que él les había hablado extrañas nuevas, que rotundamente se negaban a revelar. En contar y escuchar rumores trascurrió todo lo acaecido hasta ese instante. La mayoría se enzarzaba en discusiones absurdas acerca del comensal. Aunque fuimos en verdad afortunados. Digo afortunados –aunque decirlo sea una ironía lacónica – porque desde hace mucho no sucedía nada que sacudiera lo usual con tal secreto, y a la misma vez con tal fuerza. Nunca se nos había dado la posibilidad de recuperar nuestro lenguaje, de reconocernos en él. No recuerdo la última vez en que la voz genuina era tan sólo una quimera. Sólo lo puedo situar en un vago antes. En ese antes los hombres buscaban la voz genuina. Tal vez aún lo hagan ¡Y está tan cerca! ¡Están tan cerca de descubrir la futilidad de la eternidad! El lenguaje contamina. Hace de la voz un espejo turbio, pero la imagen representa una magra esperanza contra el hastío y la espera. La espera que se hace eterna. En la sala estábamos los anfitriones, silenciosos y expectantes, ignorantes del motivo de su única visita. La presión que sentíamos era justificable, era La Visita. Desamparados ante la posibilidad de no representar bien nuestro papel. ¿Y si tener esperanzas vanas era prohibido? Todos estos miedos se perdieron en pequeñas volutas que se evaporaban y lentamente desaparecían dejando en tras de sí nociones de algo realmente sublime. Un preludio magistral repleto de maestría, como si todo estuviera planeado. Preciso y sin desentonar, llegó el momento y la sala se iluminó sobriamente con un resplandor miserable y triste.

El comensal era indescriptible. Escapaba de cualquier impresión individual con delicadeza que rayaba en la insolencia. Pero estaba allí, y todos eran conscientes de esa presencia inevitable. Yo quería ver sus ojos, para ver si por casualidad o providencia pudiera yo vislumbrar un fragmento de la historia de su venida, pero era imposible. Algunos, con la simple certeza de estar sentados con el comensal, sucumbían de repente, y eran arrastrados con disimulo y fiereza contenida hasta que desaparecían. Incluso el Gran Anfitrión soportaba apenas, sostenido apenas por alguna fuerza recóndita y vacilante. Comprendí entonces que el comensal al fin comenzaba a representar su papel a cabalidad. Un punto muerto y luego el inicio definitivo. Todos recobramos algo de fuerza y de pronto, el Gran Anfitrión, rescatando el orgullo que le daba su sapiencia antigua abrió la boca y como un coro empezamos a actuar impelidos por una voluntad ajena. Nuestras voces formaban un coro unísono y estridente. Podría decir que en cierta manera bello. Bien logrado y preciso.

Atento escuchó cada palabra pronunciada. Cerraba de cuando en cuando los ojos dando la impresión de que sonreía para sus adentros. No importaba ya lo demás esa sonrisa velada lo cambiaba todo. Entonces cesaron los ataques abruptamente, y de una manera peculiar y vívida, como si un sordo viera derribarse algún collado imponente. Éramos entonces coreutas sordos, nuestras únicas notas se ahogaron bajo el peso de la ruina acaecida. Entonces lo comprendí. El Gran Anfitrión se debatía entre su deber de cortesía y su indignación por la conducta inusual en la sala. Y en medio del sobresalto producido, el comensal se alzó de su silla, atravesó la sala y con beso cortés dirigido a través de los senderos etéreos a sus anfitriones, abandonó la sala, dejándonos ahogarnos lenta y desesperadamente.