lunes, 28 de diciembre de 2009

San Silvestre

Así que resolví dejar de lado mis líos con el tiempo. Al fin al cabo no tengo relojes ni calendarios. Sin el tiempo el estómago duele menos y las punzadas en mi cabeza son casi como caricias. En un instante veo dibujarse una sonrisa esquiva en la gente que corre bajo la lluvia. Tengo la plena libertad de sentir como se deshace el papel, la realidad y los problemas del mundo, como se escurren entre mis dedos ásperos. Me gusta entonces amasarlos, y se forman hilitos largos que se parten y caen al suelo. Entonces siento frío. Ya no hay segundos, cuento como los golpecitos acompasados de mis dientes. ¡Un, dos, tres, cuá! ¿De qué me puedo quejar cuando hay música? Es una pena no poder cantar pero puedo bailar. Bailo conmigo. No es nada sencillo bailarme, pues los reflejos intermitentes me muestran que la simetría de mi danza es un equilibrio solemne que al romperse mandaría todo mi trabajo a la mierda. Además de estas sutilezas, el entorno intenta hacerme tropezar. Desafortunadamente todo en la tierra está fuera de lugar. Y la combinación de cacharros regados, oscuridad y movimiento solo trae dedos o rodillas magulladas y una colección de epítetos dirigidos con rabia al aire. Justo después viene una lágrima que se asoma a empellones entre mi pómulo tiznado, y no sé si sean las cosquillas que produce una gota salada bajando hasta mis labios cuarteados, pero empiezo a temblar y escucho claramente una risa histérica. Entonces me agarro la barriga, ahogo con absoluta concentración los últimos temblores, me doy la vuelta para ver al cielo y descubro que estoy bajo un puente.

No bailo con nadie en el mundo porque en medio del caos y el desorden terrenos, las secuencias lógicas podrían variar. Así que prefiero seguir mi senda solitaria, a que la compañía sea inoportuna y el plan se venga abajo. Lamentablemente no tengo bastón ni sombrero –sólo hojas de un diario de hace tres meses– y año tras año fragmentos de mí se despiden y van a dar paseos para no volver. Los entiendo. Querrán conocer el verdadero cielo, aquel que sirve de fondo a lucecitas y pirotecnias de colores. Cuando amanece me despiertan y me dicen adiós, al tiempo que yo ruego como una costumbre inútil por su compañía.

- ¡Cómo los extraño!

Algunos lloran, otros hacen una solemne reverencia, y los peores sonríen. Pero todos, sin excepción, dejan a mi lado un pan con aguapanela.

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