martes, 23 de febrero de 2010

La muerte: un lugar común

La muerte. Explicarla produce la misma impotencia que sentirla, que vivirla (curiosa paradoja). En algunos la idea les produce terror y renuncian a su comprensión. Aquellos son los apóstoles que predican las maravillosas bondades terrenas, se casan, se reproducen y al final caen. Y sus hijos vestirán de negro, tomarán vuelos y buses atestados, y llorarán mientras aguantan una lluvia de palmaditas de ánimo.

Seis pies de tierra y un adiós separan a los que se extrañan. Aquel hombre –aquel que lleva un ramo de flores- volverá todos los días a visitarla. Nadie se lo ha dicho, pero yo lo pienso. Pienso, cuando le veo caminar todos los sábados bajo sol y lluvia con un vestido negro ajado por el clima inmisericorde, que más le hubiera valido tener sus cenizas sobre la chimenea. Aunque queda la idea en el aire que los muertos no están en casa, pues nunca contestan el teléfono…

La voz de los muertos. La voz del señor Valdemar surge de las profundidades de un posible averno dantesco, áspero, rocoso y terreno. Las palabras de las sombras de antaño provocaron piedad en Eneas y Odiseo. Los silencios eternos de la amada muerta de un poeta, aquel que hablará por ella el resto de sus días. La voz de un chico que se despierta confundido y le dice a su madre que ha soñado con su hermanito que está en el cielo vestido de blanco.

La muerte. El muerte. ¿Muerte? Nos arrodillamos ante su inevitable presencia y será en canto del gallo al amanecer de la religión. La encaramos y retamos, y los mesías de bata blanca hablarán de vacunas, experimentos y esperanzas. Ambos bandos cenan al mismo tiempo, mirándose frente a frente; y al final, así como cuenta El Cronopio en uno de sus relatos, quedarán pedacitos de vida sueltos en la mesa. Los restos de la generación que crece.

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